Humberto Ribes
Afronto
con serias dudas ésta, mi última crítica, por llamarlo de alguna
forma, sobre la exposición de José Ramón Amondarain. Temo no ser
capaz de sacar algo en claro que merezca la pena leer o al menos que
no suponga mi suspenso en esta materia. Tras haber contemplado la
exposición, observado, apreciado, examinado, meditado, vuelto a
contemplar, reflexionado... no se me ocurren más sinónimos para
describir lo mucho que la he considerado antes enfrentarme al papel
en blanco. Y es que esta vez no me ha sido nada fácil ponerme frente
al folio y comenzar a transcribir las sensaciones que ésta me había
transmitido a primera vista. Ha sido una ardua tarea tratar de sacar una conclusión,
que medianamente valiese la pena, de esta muestra con los últimos y
distintos trabajos de JR Amondarain.
Diré
que la sensación general que me queda, después de esta visita a la
galería Max Estrella, es la de haberme quedado con las ganas de
palpar. De palparlo todo. De conocer la textura, el tacto, la
percepción que esas obras lograban transmitirme. Por ejemplo, la
serie Colección de conchas. Esas radiantes conchas
acompañadas con los nombres de, por lo que he podido investigar y si
no me equivoco, artistas contemporáneos coetáneos a JR Amondarain.
Quizás artistas que le instigaron a crear, a inventar arte. Llamaron
especialmente mi atención algunas de ellas: la que tenía por nombre
BLECKNER. Curiosa forma de reflejar a través de la fotografía los
engaños que sufre el ojo humano. La primera sensación que obtuve de
esta obra fue la de viscosidad. Esa capa cristalina, que formaba parte
del caparazón compacto de la concha, daba la impresión de ser algo
flácido y viscoso. También me gustaron las conchas que tenían por
nombre M.DUMAS y K.GROSSE, unas conchas cuanto menos futuristas, con
esos colores un tanto peculiares al resto y formas extravagantes. Por no hablar del simple
mejillón de KIEFER que me trajo a la memoria el fuerte olor a
marisco pasado, o la más simple de todas, la que tenía por nombre
TURNER. Esa consiguió devolverme a mi infancia, a las vacaciones de
verano cuando correteaba por la orilla del mar recogiendo todo tipo
de crustáceos, cuanto más grandes mejor, que luego exhibía,
como si de un tesoro de Indiana Jones se tratase, ante los míos.
Siguiendo
con la exposición, la serie Amar gana, no
cesó mis ganas por querer manosear todas y casa una de las obras por
las que estaba compuesta. Realizada con poliéster jugaba con el
relieve llegando a recrear en mi aquellas tardes de lluvia de mi
infancia encerrado en casa junto a mi pizarra de letras.
Esta pizarra se caracterizaba porque estaba cuadriculada y venía
acompañada de un montón de letras y números de colores muy
dispares. Las cuadrículas servían para acoplar las letras y los
números, y así poder formar palabras, frases incluso algún
pequeño texto. No se me escapa el pequeño detalle que JR Amondarain
plasma en estas láminas creando nuevas palabras a partir de los
nombres de artistas como Andy Warhol del que sacará: “hold any
war” algo con lo que también podías jugar con aquella “mágica”
pizarra.
Escribo
todo esto porque como hace ya unos meses escuché de un artista que
vino invitado a clase, Carlos Aires, todos alguna vez hemos sentido
la necesidad de palpar, toquetear o manosear las obras de arte que
observamos en un museo. Incluso vamos más allá y cuando creemos que
no nos ve nadie, nos acercamos disimuladamente y lo hacemos. Pues
bien, yo no pude hacerlo. Sentí los ojos del bedel clavados sobre mí
y me achanté.
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